"Aventuras en la ficción de Twitter" Andrew Fitzgerald (Video, Conferencia)

01.10.13
En la década de 1930, la emisión de radio introdujo una nueva forma de contar historias, hoy en día, las plataformas de micro-blogging como Twitter están cambiando la escena de nuevo. Andrew Fitzgerald echa un vistazo a la (acertadamente) la historia breve pero fascinante de nuevas formas de experimentación creativa en la ficción y la narración.
Sobre Andrew Fitzgerald
Andrew Fitzgerald es un escritor, editor y Tweeter. Como miembro de la Asociación de Noticias y Periodismo en Twitter, Fitzgerald explora los usos creativos de narrativa digital en la plataforma y en otros lugares en la web. En 2012 ayudó a lanzar el primer Festival Fiction Twitter, un «evento» de cinco días que se llevó a cabo completamente en Twitter en un esfuerzo por reunir a las historias que hicieron uso creativo de la plataforma. En su tiempo libre, Fitzgerald blogs y escribe su propia ficción, incluyendo la novela 2010 El Colectivo. Vive en Nueva York, donde le gusta experimentar.
Fuentes consultadas:

"La Bomba" (Cuento)

Tragó el polvo que ascendía de la tierra. Pesado como una culpa ajena en traspaso, quedó tieso sobre el plano. Conforme pasaba el tiempo, la sangre brotaba de sus heridas se deslizó por su maloliente piel morena. Los dedos todavía respondían a un movimiento involuntario para botar colillas de tabaco al olvido. ¡Ese humo persistía en el pabellón 4 del retén! Criminales, violadores, terroristas, amanerados y demás gremios se le unieron para encontrar una salida. Pero la verdad era evidente. Estaban muertos en una celda sin barrotes. Salir era relativamente sencillo, como ser abusado en una ducha. Con flores en los ojos, vio entierros en soldados que marchaban alegremente hacia el portón principal. Una vez afuera, se escuchaba la carga de un fusil. Con una risa satírica, volteábase y le entregaba la muerte traicionera cual puñalada trapera incrustada en inerme e inofensiva espalda de mártir.
Sin embargo, era un destino inevitable. Quitémosle esa pañoleta, un saco de canas, un trío de arrugas faciales y diez libros menos de ideologías frustradas de igualdad social. Con certeza, sería un ciudadano más que habitaba en alguna ciudad del Departamento Atlántico de la República de Colombia. La única persona que consigue placer equivocándose perennemente, traza su destino hasta la cesión de su libertad por efecto de la decisión de una corte suprema que sucumbe en su corrupción moral.
Artista del fuego, director de la alteración del orden público, protagonista de tragedias y pánico masivo. Creador del llanto inconsolable y de la muerte a domicilio de sus clientes con tan sólo una tecla. Embaucador vil y siniestro, sacaba su ametralladora rusa hambrienta de balas para llevar el infierno a sus víctimas que desfallecían lentamente. A niveles superiores del objetivo, con precisión de cirujano, acechaba desde una rendija de cortina; apuntaba entre la muchedumbre y caía el buscado. Cuerpo a cuerpo, hundía su bayoneta que desenvainaba con velocidad y retorcía despiadadamente en las vísceras de aquel inocente. Sembró la incertidumbre en el subterráneo, realizando llamadas sin localización para advertir peligro de material explosivo.
Varias veces cayó en trampas que planeaban ingeniosos protectores de la ley. no obstante, la artimaña desbordante de límites rompía esquemas de lugares de alta seguridad. Salía sonriendo y haciendo muecas a vigilantes y demás personal de reductos penitenciarios. Quien logra asir con fiereza el poder, le da la mano a aquél que cega a la soberana voluntad de darle a cada quien lo que le corresponde.
Sabía dónde quedaría por sus acciones y a su peor enemigo le preparó una pequeña sorpresa: un último detalle que arrastraría el alma del funcionario gubernamental para una batalla infinita en el averno…
Esta asignación fue realizada para la cátedra de Redacción con Rosemary Bahamonde, durante el segundo semestre de Comunicación Social que cursé en la Universidad Monteávila (2002), basada en el escrito «La Bomba» de Luis Brito García.

Encontré el texto al recordar la página que poseía en una comunidad de escritores en internet llamada «predicado.com». Allí coloqué muchas creaciones literarias que concreté durante los primeros años de estudios universitarios.


Fuente de la imagen: 


"Ruinas Circulares" Jorge Luis Borges (Cuento)

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


Fuente: 


"Mínimo Descuido" (Cuento) Olberg Sanz

Por Olberg Sanz.

Un hombre alto, vestido con traje negro, con un maletín, camina velozmente en una plaza. De repente, disminuye la velocidad hasta detenerse. Es entonces cuando suelta el maletín y se pone a llorar. Procura ocultar las lágrimas entre sus manos sin éxito, algunas ya humedecieron el concreto. De donde provienen las risas no interesa, sabe que ya es víctima del escarnio público.
Sin moverse del lugar, registra su cuerpo. No es su cabello, está debidamente peinado. No son lagañas, tampoco exceso de cera en sus pabellones. Afeitado deficiente poco probable, con la precisión de la hojilla. Dientes con sarro o alitosis no es perceptible a una distancia prudencial, pero hay higiene exhaustiva en las piezas dentales. Buen nudo en su corbata, la camisa abotonada con cuidado, en combinación premeditada con el saco y el pantalón con hebilla brillante. El traje está planchado de tintorería. Sus medias se mantienen inodoras, ocultas entre pantalón y zapatos, gracias al talco. Si las trenzas están bien anudadas, sólo resta volver a los 36 pasos que hay de su casa al trabajo.
Pie izquierdo por vigésima primera vez delante del derecho, antes de visualizar el prominente busto femenino a las nueve de la mañana. Eso es el motivo de una pérdida momentánea del balance en su caminar, materia blanda bajo el zapato. De donde provienen las risas no interesa, sabe que ya es víctima del escarnio público. Compensa el resbalón adelantando el paso derecho con mayor rapidez, pero es tarde, las heces caninas lo acompañan hasta su puesto de labores diarias, con la fragancia digna del mínimo descuido.
(Ejercicio realizado para el Programa Superior de Escritura Creativa del Instituto de Comunicación y Creatividad, 01 de Enero de 2010)






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"Gravitación 1: Fragmentación momentánea" (Cuento) Olberg Sanz

Mientras hacía inspecciones a la nueva obra arquitectónica del viejo García, aproveché para deambular por los espacios abiertos para la revisión. Brillaba por su ausencia balaustrada alguna que evitase una caída desde un piso lejano de tierra firme. Supuse que estaba sumergido delirios crónicos típicos de los efectos secundarios de la medicación antidepresiva. Abría y cerraba los ojos. Me restregaba los párpados con los dedos insistentemente. Lo único que provocaba era una humectación excesiva de las cuencas oculares. Aun con la visión empañada de líquido lagrimal no era posible entender lo que percibía. ¡La escena se desformaba en mi presencia! En pleno boulevard en el centro de la ciudad, las personas se libraban de esa lóbrega fuerza que los ata al mundo terrenal. De la muchedumbre se elevaban ejecutivos apresurados que intentaban acelerar sus pasos. Giraban en su ascenso y delicadamente posaban sus zapatos pulidos en las paredes de los edificios aledaños a las aceras de la avenida. Sobre mi cabeza, se asomó un joven por una ventana. Aseguró su arnés al cable y se deslizó por una línea que a primera vista pensé que era un tendedero. Increíblemente, descendía pausadamente en forma horizontal hasta la ventana allende del pavimento. En esa misma construcción, unos pisos más arriba, una señora recibía un helado que fue lanzado por un mercader ambulante.

Esta arteria vial tan transitada no era completamente recta. Sus canales dirigían los automóviles del valle hacia la cordillera boscosa. Una niña lloriqueaba ante la inmimente caída hacia el cielo, puesto que estaba intentando aferrarse a la baranda de un bus. Una cofradía de individuos forrados en plástico cortaban el aire con la velocidad que imprimían con sus ruedas delgadas. Salían disparados como proyectiles cuando la azotea se les terminaba. Creaban sombras mientras ejecutaban algún movimiento con prólijos artificios. Caían en terreno infestado de zanjas profundas encarnadas en ventanales abiertos. Alzaron sus ruedas hacia arriba y continuaban su recorrido apartando a los pasantes con gesticulaciones burdas. La algarabía se acrecentó cuando aceleraban para volar nuevamente hacia la azotea del edificio impreso con el paso agresivo del caucho caliente. Algunos niños peleaban por un esférico que descansaba atascado en una nube.

El ambiente perdía cinemática. Cada elemento procuraba escoger un punto específico en el espacio. Un vacío estomacal me atormentaba. El viento bajo mis pies empujaba mi cabellera hacia los chubascos. Abriendo los brazos creí acercarme tanto que me convertiría en el protagonista de esta horripilante situación. No comprenderé nunca por qué la gravedad subordinaba progresivamente a cada persona que paseaba por el famoso boulevard a medida que me abnegaba a creer en todo lo visto con anterioridad.

Este cuento lo que publiqué originalmente en http://www.predicado.com, el 22 de enero de 2003. La intención fue experimentar, a través de un relato, cómo se alteran las realidades al cambiar la gravedad respecto del espacio.






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"3:33" (Cuento) Olberg Sanz


¨El tiempo es un movimiento entre dos instantes¨
Aristóteles.

¨La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión persistente¨
Albert Einstein.

¨Estoy solo y no hay nadie en el espejo¨
Jorge Luis Borges.

3:33. Por Olberg Sanz.

1

El bullicio de la calle se coló por la ventana, entre las delgadas láminas de la persiana, y la arrancó de un sueño inquieto. El palpitar acelerado la impulsó a una búsqueda visual sin foco. Las luces de edificios aledaños y el despertador digital marcando las tres y treinta y tres de la mañana. Un diminuto bombillo oscilaba levemente de su cable, cual péndulo de reloj. El cenital abarcaba cierto espacio del edredón gris y alguna parte de la alfombra del piso. Se levantó hacia delante de la cama hasta quedar próxima al espejo oval. Con la iluminación paupérrima apenas vio el rímel corrido y un moretón en la frente. Se acomodó los bucles pelirrojos para ocultar la parte de la piel afectada. Apretó los dientes y se humedecieron sus ojos. La ira fue encendiéndose con un combustible evidente: ocurrió de nuevo y ella no recordaba por qué.
Encontró un picahielos hurgando en sus bolsillos. Ahora sí, fijó la mirada en la imagen virtual y entre dientes vociferó “esta vez sí lo haré”. Apartó la puerta de su paso y cruzó el umbral. Un pasillo estrecho y largo la esperaba fuera de la habitación. La penumbra se interrumpía con los reflectores de emergencia. Miró de soslayo hacia la izquierda, se quitó las lágrimas de los ojos y volteó hacia la derecha. Ése era el camino. Sus dedos con fiereza se ajustaron al picahielos, olvidando la gélida cerámica que sus pies soportaban.
Cada paso era una danza con los rulos carmines. Lo buscó en cada puerta del pasillo hasta dar con el apartamento trece. Sabía qué era ahí pero el pomo no colaboró con ella. La puerta estaba bajo llave. Sintió su presencia detrás de ella. Un poco tarde, apenas logró voltearse y encontrar a aquel hombre atinando sus nudillos en su frente, mientras le decía “no huyas, es tarde”. Derribada, buscó el picahielos mientras él forcejeaba para llevarla en dirección a la habitación. Desesperada, gritó y pidió auxilio mas la voz nunca resonó con la acústica de las paredes. Al fin, logró asir el picahielos y lo hundió en el hombre. Él, luego de tragarse el dolor, agarró la cabeza de ella y la estampó en el muro, provocando un estruendo tan fuerte como el choque entre dos autos. Abrió los ojos y el corazón acelerado la empujó a la hora. Otra vez, eran las tres y treinta y tres de la mañana.
2

Paulatinamente sus párpados se plegaron. La imagen difusa empezó a aclarar hasta encontrar arriba de ella el bombillo pequeño oscilando. Se sentó, se tocó la nuca y sentió una leve quemadura. Su cabeza había tocado la suerte de lámpara cuando el hombre la zumbó en el lecho de su habitación, dejando el vaivén del cable.
Trató de incorporarse al espejo pero la contusión que le dejó la confrontación en el pasillo, la dejó aturdida y cayó de rodillas. Torpemente, se ubicó frente al espejo y vio su maquillaje corrido. En el reflejo oval encontró detrás de ella, el reloj digital y justo al lado, la grabadora de mensajes y había un recado en la memoria. Apoyándose de la cama y de las puertas del clóset contiguo, bordeó el colchón hasta la mesa de noche. Separó un par de bucles para presionar el botón adecuado. El registro era del hombre: “Alicia, Alicia, Alicia… siempre jugando al cuento del mundo maravilloso, huyendo de la realidad. Te lo repito, no huyas que es tarde. Lo que te acaba de ocurrir es una advertencia, no entres a la habitación trece, no me obligues a deshacerme de ti. Un beso muñeca”.
Quitó algo de flujo nasal y lágrimas que se habían pegado de su cara y sintió la imperiosa necesidad de conocer el misterio de aquel departamento. Se acercó al llavero y sólo una llave guindaba de los tres ganchos. El rótulo rojo decía en tinta negra gruesa “13”. Revisó su bolsillo, y para sorpresa de ella, estaba el picahielos. Con llave y picahielos en mano, fue sin parar hacia el previo de la habitación trece.
No había nadie en todo el pasillo, así que apuró el paso hasta detenerse en la puerta con el número trece hecho en metal. Un hilo de silencio y supo que otra vez él estaba detrás ella, como la vez anterior. Sin mirar atrás se agachó rápidamente y justo a tiempo, aquel hombre incrustó el puño en la madera, tumbando el número tres de la puerta. Con increíble confianza, sintiendo que se repetía la escena casi de la misma manera, Alicia insertó el picahielos en la pierna de aquel que caía hacia atrás entre la ira y la impotencia de reponerse al instante. Desde el piso, fue pateado por ella quien con firmeza le dijo “Ahora huye tú, tienes tiempo Alfonzo”. Arrastrándose y con el picahielos hundido en la pierna, él se perdió al fondo del pasillo, lejos de la habitación que se quedaba con el número uno en su entrada.
Alicia entró con cautela y trancó la puerta. Al voltear, una luz le cegó la vista por unos instantes, hasta que pudo ver delante de ella. Era Alfonzo quien cerraba un poco la persiana porque el sol de verano estaba justo enfrente de la ventana. “Al fin llegaste amor, te esperé todo el día”, le decía utilizando un impecable traje blanco. “¿A mí?” –le responde Alicia- “Pero, no entiendo…”, “Tú siempre jugando, vamos te he preparado una sorpresa” se apresuró Alfonzo a replicarle mientras le tapaba la boca con un dedo.
La seda se enroscó formando una suerte de túnel con destino al placer. En el centro, descendiendo en caída libre, dos cuerpos sin vestimenta, arrastrando el sudor del otro con los dedos como arado a una tierra inhóspita. La carne se hizo vicio y los gemidos tomaron ritmo agitado. Pronto Alicia se sujetó de la espalda de Alfonzo y con una ínfima inspiración en boca abierta alcanzaba su pequeña muerte interna. La oscuridad la rodeó cuando volvió en sí. Estaba sobre su cama con edredón gris y con un severo dolor de vientre. Volteó a su izquierda y el digital parecía descompuesto, faltaba un “tres” en las tres y treinta y tres de la mañana. Al registrarse con las manos bajo el ombligo, halló sangre entre sus piernas.
3
Se tocó las caderas. Las sintió más cercanas a su ombligo. Apartó los vestigios de sangre y, no encontró heridas. Encontró justo a su izquierda, sobre la mesa de noche, un trozo de pan que pisaba una nota. El diminuto documento sólo decía en grafito “cómete esto para que mejores rápido. Mamá.” Con dos mordiscos acabó con el bocadillo, tenía hambre.
Cuando sus ojos encontraron el espejo, notó que el rímel no estaba corrido en sus mejillas. Violentamente se acercó al reflejo oval y halló una tierna piel detrás de sus rulos carmesí. Deslizó sus dedos por sus sienes hacia abajo, hasta doblar un poco sus labios. Su delgado cuerpo portaba una blusa celeste, como aquellas que usaba en bachillerato. Escuchó un ruido fuera de la habitación. Volteó la vista y la puerta estaba abierta. Llegó al largo y angosto pasillo. Avanzó hacia la derecha, donde creyó haber ubicado la fuente del sonido. Pronto estuvo en el previo de una habitación que sostenía el número uno y al lado, dos agujeros que sostuvieron otra cifra. La puerta estaba entre abierta, así que la empujó y al dar el siguiente paso, trastabilló al pisar el número tres con su pie desnudo y rodó tres veces cuarto adentro. Se incorporó rápido y se encontró frente a una ventana cuyas cortinas se abrieron para darle paso. “Alicia, ¿estás ahí?” entonó una tímida voz juvenil. Palpitó con fuerza el corazón en su pecho. Ésto lo había sentido antes. Se estrujó la camisa para contener la sensación y paulatinamente se acercó para divisar quién era el visitante en el nivel inferior. “Hola, ¿cómo estás bonita? No te molesto, ¿verdad?” El muchacho apenas podía mantener el hilo de voz y ella con tono muy agudo y altanero sólo dijo “Hola, dime.”. El apresuró a replicar “Hoy tres de marzo, traje esto para ti, espero te guste” y reveló un girasol que extendió hacia ella, quien casi no podía respirar con el duro y constante palpitar de su corazón. Sin pensarlo, sólo le chilló “¿Cómo te atreves Alberto? Lárgate, no vuelvas” y se corrió hacia el lavamanos a ocultar su rostro mientras las lágrimas brotaban sin control de sus ojos. No oyó más al joven en la entrada del edificio. Alicia volvió en sí, y regresó a la ventana sin esperanza. Aquel admirador se había marchado. Abrió el grifo y el agua se acumuló poco a poco mientras ella se deshacía de las lágrimas regaron el rimel. Sollozando, tosió hasta hallar su voz desgastada que dijo a sí misma “Siempre lo mismo… siempre jugando al cuento del mundo maravilloso, huyendo de la realidad… o del amor… ¿será posible que amar no duela tanto? Siempre lo mismo… te amo y no lo admito… Alfonzo eres Alberto, Alfonzo…” Tras estas palabras, sumergió su cabeza en el lavamanos tratando de quitarse todo pesar. Burbujas iniciaron su danza desde las fosas nasales que expiraban aire y conjugaron una máscara que no pudo ocultar la tristeza arrastrada desde el tres de marzo. Desinflada, Alicia alzó la cabeza, inspiró profundo y salpicó con agua el espejo. Débil, sostenida de sus manos frente al lavamanos, con un severo dolor que alcanzaba todo resquicio del alma, viró a su derecha y encontró su habitación de siempre, con la nocturna metrópolis tras las persianas, el bombillo pequeño oscilando en el techo y el reloj digital con marcando un solo ¨tres¨ de las tres y treinta tres de la mañana.
4
Oyó en la pared detrás de ella algo que se estrelló bruscamente, y se alejó rápido. Alzó la vista y no lograba enfocar claramente la ventana abierta y la persiana con vista a la ciudad. Estelas de figuras quedaban con el mínimo movimiento de su cuerpo. Escuchó un paso fuera de la habitación que golpeó sus tímpanos con todos los decibeles posibles, otro paso y otro paso y otro más. Uno más fuerte que el anterior, acercándose a la puerta de su habitación. Las manos en sus oídos no eran suficientes para aplacar el ruido, ya estaba tumbada en el piso por el alto volúmen. Un paso más y un fuerte choque de dos carros en la calle. La colisión se escuchó tan cerca que se cubrió con los brazos. Volvió a mirar fuera del baño, hacia la ventana y vio una silueta femenina cayendo sobre su cama con rulos rojos y el bombillo moviéndose de un lado a otro. Temblando, se incorporó sobre las rodillas para acercarse, restregó sus párpados, y vio con claridad que la cama delante de ella, estaba vacía.
Salió del baño viendo en todas direcciones y no había más nadie en el recinto. Alguien llamó a la puerta y los tres golpes en la madera sonaron tan duro como los pasos fuera del apartamento. Sangre quedó en las manos de Alicia al tratar de taparse los oídos, quería gritar mas el terror la tenía ahogada en el dolor. Caminó unos pasos atrás, se sentó en el borde del colchón, apoyó una mano detrás de ella y sintió algo que no era edredón. Era ella quien reposaba con sus bucles carmesí desordenados y la sangre se impregnaba en el vientre desde su mano. Se apartó, vio sus manos manchadas y al volver a su lecho, éste estaba vacío.
Tres golpes a la puerta esperaban respuesta, y aunque Alicia ya esperaba el volúmen anterior en aquel llamado, esta vez fue diferente. No se atrevió a atender. ¨Mi amor, estás ahí?¨, era el tono cálido en la voz de Alfonzo. ¨Vamos, deja el miedo. ¿No quieres verme?¨. Ella no respondió. Las lágrimas estaban regadas entre sus mejillas, sus pupilas y algunos mechones rojos sobre su rostro.
Prosiguió él ¨Siempre jugando al cuento del mundo maravilloso, huyendo de la realidad…¨ Alicia casi no podía respirar, esas palabras otra vez se conjugaban y el aire parecía desvanecerse alrededor de ella. La última frase que escuchó de Alfonzo, se perdía camino al silencio absoluto ¨no huyas que es tarde¨. Giró tres veces en sí misma buscando algo, además del reloj digital que sólo marcaba un tres y finalmente se encontró en el espejo oval. Ahí estaba de rodillas sobre la cama, con el cable del bombillo alrededor de su cuello, oscilando con el peso de su figura en dirección al espejo, aumentando las grietas con cada toque del cristal. El marco de madera envejecida, liberó las astillas de un espejo que descansó en pedazos sobre la alfombra. Alfonzo abrió la puerta y con un girasol en la mano entraba exclamando ¨Feliz cumpleaños Alicia! Hoy tres de marzo, traje esto para ti, espero te guste¨. La buscó en la cama, en el baño y no estaba. Sólo encontró en la mesa de noche un trozo de pan que acostumbraba dejarle su mamá con una nota diminuta, y justo al lado, un reloj digital que no marcó la hora.


Este cuento de género supenso, fue una asignación que desarrolló en varias sesiones de un Diplomado sobre Escritura Creativa que cursé en el Instituto de Comunicación y Creatividad (ICREA).





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